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HARFUCH REVELA QUE EL SECRETARIO MANTUVO SECUESTRADO AL JOVEN DE 21 AÑOS DURANTE 45 DÍAS

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Un día más, una historia que parece sacada de una película, pero no lo es. Lo que estoy a punto de contarles ocurrió aquí, en nuestro país, bajo la mirada distraída de todos.
Durante semanas pensamos que la desaparición de Carlos Emilio Galván Valenzuela había sido un accidente, una de esas tragedias que se pierden en la marea de casos sin resolver.
Pero la evidencia nos llevó a un lugar que nadie imaginaba: las oficinas del propio secretario de Economía de Sinaloa.

Carlos Emilio tenía 21 años. Estudiaba, trabajaba medio tiempo, salía con amigos.
El 5 de octubre fue a divertirse al Terraza Valentino de Mazatlán. Nunca volvió.
Su madre, Brenda, contó que lo vio levantarse de la mesa para ir al baño. Eran las dos y media de la madrugada.
Diez minutos, veinte, media hora. Nada.
Lo buscó por todo el lugar. Nadie lo había visto.

El personal del bar le dijo que tal vez su hijo había salido a fumar.
Pero Carlos no fumaba.
Esa madrugada presentó la denuncia y comenzó una búsqueda que terminaría revelando uno de los secretos más oscuros de la élite sinaloense.

Durante una semana, el bar guardó silencio.
Ni una cámara entregada, ni una explicación.
Solo cuando el caso explotó en redes y los medios internacionales lo hicieron tendencia, el Terraza Valentino emitió un comunicado frío, genérico, impersonal.
Nada que ayudara.

Cuando finalmente obtuvimos los videos de seguridad, descubrimos algo imposible de ignorar: un hueco de 43 minutos.
Carlos aparece caminando hacia el baño… y luego el video salta.
El reloj marca 43 minutos más tarde y el pasillo está vacío.
El sistema mostraba un mensaje de error por capacidad de almacenamiento, pero el perito informático fue claro: eso no ocurre por accidente.
Alguien manipuló las grabaciones.

Fue entonces cuando entendí que no se trataba de una desaparición común.
Era una operación planificada, con recursos, con protección.
Solicité la orden de cateo y, el 24 de octubre, tres semanas después, entramos al bar.

El olor a cloro nos golpeó desde la entrada.
El piso brillaba como si lo hubieran pulido con desesperación.
Paneles nuevos en el techo, rejillas cambiadas, pintura reciente.
Un perito me miró en silencio. Ambos sabíamos lo que eso significaba.

En la zona de limpieza hallamos una puerta que no aparecía en los planos oficiales.
Detrás, un cuarto frío sin cámaras.
En el suelo, una tapa de drenaje nueva, conectada con una canaleta que salía al estacionamiento de servicio.
Era una ruta perfecta para mover algo o alguien sin ser visto.

Los registros electrónicos mostraban un acceso a las 2:36 a.m. con una tarjeta sin nombre ni foto.
Una tarjeta fantasma.
Se había activado desde las oficinas del grupo Eleva, la empresa de Ricardo Belarde de Cárdenas, secretario de Economía de Sinaloa.

El gerente nocturno que la usó, Sebastián Torres, pidió vacaciones al día siguiente y desapareció.
Su teléfono apagado. Su rastro, nulo.
El mismo patrón que se repite siempre que alguien toca un secreto de los poderosos.

En la báscula del estacionamiento encontramos el segundo detalle:
Un camión de recolección entró a las 2:49 a.m.
Salió 17 minutos después con 300 kilos más que al entrar.
El ticket decía “recolección adicional por evento especial”, pero esa noche no hubo ningún evento.

El GPS del camión mostró una parada de 17 minutos en una bodega del grupo Eleva antes de dirigirse al relleno sanitario.
A la misma hora, el celular de un empleado de limpieza del bar se conectó a la red de esa bodega.
Permaneció ahí 42 minutos.
El registro de su pago esa noche: triple salario, “limpieza profunda por derrame químico”.

Cada movimiento, cada acceso, cada peso adicional tenía un sentido.
Y todos apuntaban hacia la misma dirección.

Cuando finalmente cateamos la bodega el 26 de octubre, esperábamos encontrar restos de limpieza.
Encontramos un cuarto de tortura.
Puertas reforzadas, paredes rayadas, cadenas fijas al piso.
Nueve grupos de cinco marcas grabadas en el muro, más cinco rayas sueltas: cuarenta y cinco en total.
Cuarenta y cinco días.
Los cuarenta y cinco días que Carlos estuvo vivo.

Debajo de un colchón sucio hallamos una nota escrita a mano:
“Mamá, si encuentran esto, quiero que sepas que pensé en ti cada día. No fue tu culpa. Te amo.”
Era su letra.
Brenda la leyó tres días después.
Su grito se escuchó en todo el edificio forense.

Las facturas mostraban entregas semanales de agua, comida, productos de higiene, todo pagado por Eleva.
Un supervisor confesó haber recibido órdenes de mantener la bodega abastecida “para un proyecto confidencial”.
Dijo que no sabía de qué se trataba.
Nadie le creyó.

Rastreando las camionetas que entraban a esa bodega, hallamos una abandonada con cabellos en el asiento trasero.
El ADN coincidía con Carlos Emilio.
Ya no había duda: lo habían tenido cautivo y luego eliminado.

Las preguntas comenzaron a multiplicarse.
¿Por qué un joven sin antecedentes se convirtió en objetivo de un grupo empresarial con vínculos políticos?
La respuesta estaba en su trabajo anterior.
Tres meses antes, Carlos había colaborado en una auditoría que revisaba contratos del grupo Eleva con el gobierno estatal.
Detectó facturas infladas, servicios inexistentes.
Y alguien lo supo.

Un correo interno fechado el 28 de septiembre lo confirma:
“El asunto del auditor junior está siendo atendido personalmente. Mantendremos contención hasta confirmar alcance de filtración.”
La contención fue su secuestro.
El silencio, su castigo.

El 2 de noviembre, el cateo en la bodega coincidió con una reunión de seguridad federal en Mazatlán.
Estaban el gobernador Rocha, Harfuch y varios empresarios.
Horas después de esa reunión, el secretario Belarde presentó su renuncia.
Motivos personales, dijo.
Pero todos sabían lo que venía.

Los siguientes cateos en otros bares del grupo repitieron el patrón:
Cuartos sin cámaras, accesos directos al drenaje, estructuras ocultas bajo el piso.
El mismo diseño, el mismo método.
Y en cada local, el mismo silencio comprado.

En uno de esos sótanos, hallamos candados industriales por fuera y cámaras apuntando hacia adentro.
No eran bodegas.
Eran jaulas.

Un exempleado contó que renunció porque no soportaba las órdenes de “no preguntar nada”.
Otros tres admitieron que recibían pagos en efectivo por “servicios especiales”.
Todos coincidían en una cosa:
Nadie decía el nombre de Belarde, pero todos sabían para quién trabajaban realmente.

En el relleno sanitario encontramos fragmentos de tela y una hebilla metálica.
El ADN confirmó la verdad.
Carlos Emilio había sido asesinado y sus restos arrojados como desecho.

Hoy hay once detenidos.
Cuatro empleados, tres transportistas, dos supervisores y dos guardias de seguridad.
Todos hablan, todos apuntan hacia arriba.
Y el nombre que se repite es el mismo: Ricardo Belarde de Cárdenas.

Los antecedentes muestran que no era el primer caso.
En agosto, tres jóvenes desaparecieron del bar Torritos Marina, también de la cadena Eleva.
Reaparecieron días después, drogados y con marcas en las muñecas.
El caso se archivó como “incidente menor”.
Ahora sabemos que fue una prueba.

El patrón se repite en otros estados, otros bares, otras víctimas.
Cuartos ocultos, videos borrados, silencio institucional.
La maquinaria perfecta del horror con fachada de glamour.

Carlos tenía sueños, planes, familia.
Marcó 45 rayas en una pared creyendo que alguien lo encontraría.
Y lo encontramos, pero demasiado tarde.

Esta historia no termina con una renuncia.
Termina con justicia.
Y con un país que empiece a mirar los lugares donde baila sin saber qué hay bajo sus pies.

Buenas noches, México.

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