l Caso de Carlos Emilio — Brenda Valenzuela: Pactar con el Infierno para Hallar a su Hijo
Mazatlán, la ciudad de las luces, el mar y las fiestas interminables, donde se dice que todo tiene un precio, incluso el silencio.
Entre sus calles lujosas y su música nocturna, una madre llegada desde Durango caminó sola, con una foto entre las manos y una fe inquebrantable.
La historia de Brenda Valenzuela comenzó como miles de desapariciones en México, pero su final se convirtió en una advertencia nacional: cuando la justicia duerme, una madre la despierta con su propia sangre.

La noche del 5 de octubre de 2025, Carlos Emilio Galván Valenzuela, de 21 años, estudiante de ingeniería industrial, entró al bar Terraza Valentinos con un grupo de amigos.
Era un sitio emblemático frente al mar, frecuentado por empresarios y funcionarios de alto rango. Las cámaras lo registraron por última vez: un joven alto, con camisa negra Armani, sonriendo a una chica antes de desaparecer hacia la zona de fumadores.
Desde ese instante, nadie volvió a verlo. Un testigo aseguró haber visto una camioneta blanca sin placas salir del lugar alrededor de las 2 de la madrugada, con “un joven inconsciente” dentro.
Al no regresar Carlos, su madre empezó a llamar desesperadamente. La policía le respondió con frialdad: “Debe esperar 48 horas antes de reportarlo como desaparecido.”
Para las madres mexicanas, esas 48 horas son la frontera entre la esperanza y la muerte. Brenda no esperó. Viajó de Durango a Mazatlán, impulsada por un presentimiento que pesaba más que el miedo.
Mazatlán la recibió con indiferencia. La policía mostraba desinterés. El bar donde su hijo había desaparecido seguía abierto, lleno de música.
La Fiscalía del Estado de Sinaloa no abrió ninguna carpeta de investigación; los informes oficiales decían que “Carlos probablemente se ausentó por voluntad propia.”
Pero Brenda percibió algo mucho más oscuro. Investigó por su cuenta, habló con empleados del bar y descubrió lo que nadie se atrevía a decir en voz alta: Terraza Valentinos pertenecía a Ricardo Belarde Cárdenas, entonces secretario de Economía del estado.

Un empresario con poder político, conectado con figuras del crimen organizado. Las cámaras “casualmente” no funcionaban.
Los discos duros “se dañaron.” Los testigos “olvidaron.” El 11 de octubre, bajo presión mediática, la Fiscalía realizó un operativo en el bar. Fue puro teatro.
No hubo detenidos, ni pruebas incautadas. El reporte final concluyó: “No se encontraron indicios de delito.” Trece días después, Belarde Cárdenas presentó su renuncia, alegando “motivos personales”. Pero para Brenda, era la confirmación de que el sistema no buscaba a su hijo: lo estaba encubriendo.
Cuando las instituciones se cerraron, sonó el teléfono. Una voz masculina, ronca, dijo: “Si quiere saber dónde está su hijo, deje de hablar con la policía. Hable con nosotros.”
La citaron en un local de carretera, a las afueras de Mazatlán. Allí, un hombre de barba gris le entregó una memoria USB: “Él está vivo. Pero si quiere verlo de nuevo, deberá ayudarnos.”
En el archivo, una sola grabación. La voz de Carlos, temblorosa, ahogada en sollozos: “Mamá, no confíes en nadie.” Fue el punto de quiebre.
Brenda comprendió que no había más reglas, solo un amor dispuesto a cruzar cualquier frontera. Y así aceptó el pacto que ninguna madre debería aceptar: un trato con el infierno.
El grupo —que después Brenda supo que era una célula del cártel de Sinaloa— le dio tres misiones. Primero, filtrar documentos confidenciales sobre Terraza Valentinos a un periodista independiente. Segundo, grabar en secreto a un fiscal de Culiacán aceptando sobornos.

Y finalmente, aparecer en televisión para acusar públicamente a los funcionarios que el grupo quería derribar. “Si lo haces bien, te lo devolveremos”, le prometieron.
En pocas semanas, Brenda se convirtió en símbolo nacional. Los medios la llamaban “la madre valiente de Mazatlán.” Sus declaraciones incendiaban las redes sociales.
Pero en las sombras, otros escribían el guion. El periodista Marcos Iván Castañeda, quien publicó los documentos que Brenda entregó, apareció muerto tres días después, tras difundir un artículo titulado “La madre que habla por el cártel.” Entonces Brenda entendió: ella no buscaba justicia, era parte de una guerra.
Su vida se volvió un laberinto de amenazas. Los teléfonos intervenidos, los pasos vigilados, los ojos extraños en cada esquina.
Una mañana, recibió un sobre marrón con una foto de su hijo maniatado y una nota escrita a mano: “Ahora nos perteneces. Si intentas huir, lo sabremos.” Brenda había dejado de ser una madre en búsqueda; se había convertido en una prisionera de los mismos que le arrebataron a su hijo.
Desesperada, contactó en secreto con la periodista Lucía Armenta, reconocida por sus investigaciones sobre crimen organizado.
Le contó todo: las llamadas, los encuentros, las pruebas y las amenazas. Lucía prometió exponer la verdad. El 5 de diciembre de 2025, transmitió un reportaje especial con el último audio de Brenda:
“No temo morir, si mi muerte rompe los pactos del silencio.”
Seis días después, el 11 de diciembre, apareció una camioneta incendiada en las afueras de la ciudad. Dentro, los restos carbonizados de una mujer. Entre las cenizas, un medallón de plata grabado con las iniciales “Carlos E. G.”

Horas antes de morir, Brenda había enviado un video a Lucía. En la grabación, su voz era serena pero firme:
“Si estás viendo esto, significa que me encontraron. No busques venganza, busca la verdad. No permitas que nadie más firme un pacto con el infierno por amor.”
El país entero se estremeció. El video se viralizó, desatando manifestaciones en todo México. Miles de mujeres marcharon con pancartas que decían “Las Voces de Brenda”.
Organismos internacionales —la ONU, la CIDH, Amnistía Internacional— condenaron su asesinato y exigieron la creación de una fiscalía especial para crímenes contra madres buscadoras y periodistas.
Los documentos filtrados por Brenda revelaron una red de tráfico de órganos y corrupción en la policía y el sistema de salud de Mazatlán.
Varios funcionarios fueron arrestados, decenas de agentes suspendidos. Pero para muchos, la justicia llegó demasiado tarde.
Hoy, cada 11 de diciembre, Durango enciende velas en su memoria. En universidades y redacciones, su historia se estudia como ejemplo de valor y resistencia. En el Muro de la Prensa en Culiacán, está grabada su frase más recordada:
“Si debo elegir entre el silencio y la muerte, prefiero morir gritando. Porque los gritos no mueren, se propagan.”
Brenda Valenzuela no fue solo una madre que buscaba a su hijo. Fue el reflejo de un país donde las mujeres enfrentan la violencia del Estado y del crimen organizado con nada más que su voz y su fe. Y en Mazatlán, entre bares aún abiertos y olas que rompen en la orilla, todavía resuena su advertencia:
“El infierno no está bajo tierra, está donde la justicia se arrodilla ante el poder.”