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César Costa confiesa la farsa emocional que lo acompañó durante medio siglo: ‘Tuve que aprender a vivir como dos personas’

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 “¡Ya no calla más! A sus 83, César Costa confiesa la farsa emocional que lo acompañó durante medio siglo: ‘Tuve que aprender a vivir como dos personas’

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Cuando César Costa apareció en escena a finales de los años 50, era la anomalía que nadie supo predecir.

Mientras otros ídolos juveniles como Enrique Guzmán o Alberto Vázquez construían su fama sobre la rebeldía, él lo hizo con una sonrisa suave, un suéter de esquí amarillo…y una integridad que parecía

inquebrantable.

No era el rockero que hacía temblar a los padres, era el joven al que querían como yerno.

Y sin embargo, en ese mismo gesto de perfección, se escondía un conflicto silencioso que lo acompañó durante toda su vida.

“No era feliz”, confesó recientemente, en una entrevista donde su voz, aunque firme, tenía una sombra que nunca antes había mostrado.

“Tenía todo lo que me dijeron que debía desear: fama, dinero, respeto…y me sentía vacío”.

Fue a través del psicoanálisis que comprendió lo más doloroso: había vivido décadas interpretando no solo canciones, sino un personaje.

Uno que el público adoraba, pero que a veces le impedía respirar.

Detrás del artista había un joven que se formó con rigor, que estudió derecho, que tuvo mentores académicos como el renombrado criminólogo Alfonso Quiroz Cuarón.

Y sin embargo, cuando el foco lo iluminaba, no era el abogado, el lector, el pensador…era el “chico del suéter”.

Una etiqueta que nació por accidente cuando, sin smoking para una aparición en televisión, usó un suéter suizo amarillo que un amigo le prestó.

El público lo amó.

Él lo odió.

Pero se convirtió en su uniforme, en su símbolo, en su prisión de lana.

A diferencia de sus colegas, que se permitieron excesos, adicciones, escándalos y explosiones de autenticidad caótica, César eligió el camino recto.

No bebía.

No fumaba.

No se drogaba.

No gritaba.

Y eso, aunque admirable, también lo aisló.

Mientras otros se desahogaban en controversia, él lo hacía en silencio.

Rechazaba los proyectos que comprometieran su ética, cuidaba cada palabra que decía en público, y cuando lo atacaban —como lo hizo su excompañera Rebeca de Alba en televisión—, elegía callar.

El silencio, para él, era más que una actitud: era una armadura.

Pero incluso el mejor blindaje tiene fisuras.

En 2023, un video viral anunció falsamente su muerte.

La noticia se expandió como pólvora, provocando una ola de condolencias que, para César, resultó tan surreal como dolorosa.

“Estoy bien, pero ver mi propia muerte en redes me hizo pensar…

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¿cuántas partes de mí ya murieron en vida?”, declaró después.

Fue la gota que rebalsó un vaso lleno desde hace años.

A sus 83 años, decidió hablar.

No para causar escándalo, sino para ser, por fin, completamente él.

Reveló su insatisfacción con la industria que lo moldeó.

Habló del costo emocional de vivir en una burbuja de perfección.

Compartió que hubo días en los que deseó desaparecer, no por odio a su carrera, sino por el cansancio de no poder mostrar sus grietas.

“Lo más difícil no fue alcanzar la fama”, dijo, “fue sostenerla sin perderme”.

Y sin embargo, lo más impresionante es que nunca se quebró.

Convirtió esa lucha interna en fuerza silenciosa.

En lugar de pelear contra la fama, la transformó en plataforma.

Aceptó ser embajador de buena voluntad de UNICEF, impulsó leyes en favor de la infancia, construyó una vida familiar lejos del ojo público.

Su matrimonio con Hilda Roel, discreto y sólido desde 1969, es uno de los pocos vínculos duraderos del medio artístico mexicano.

Juntos criaron a dos hijas, y hoy disfruta el papel de abuelo con una ternura que él mismo define como su “mayor revolución emocional”.

En su programa Papá Soltero, se mostró como un padre viudo criando a sus hijos con amor imperfecto.

Lo que nadie sabía es que muchas de esas escenas salían de su propia experiencia como padre.

“No se trataba de actuar…se trataba de sanar”, confesó.

Años después, en conciertos, padres solteros se le acercaban para agradecerle.

Le decían que, gracias a él, se sintieron menos solos.

Y César, que nunca quiso ser un héroe, terminaba llorando tras bambalinas.

Hoy, el “chico del suéter” aún conserva su emblemático abrigo amarillo.

Lo usa en ocasiones especiales, no como un símbolo de marketing, sino como recordatorio de su historia, de su lucha, de su identidad.

Su cuenta de Instagram, con apenas 11,700 seguidores, es una ventana modesta a una vida extraordinaria.

Allí comparte recuerdos, fotos con sus nietos, mensajes de amor y gratitud.

No necesita viralidad.

Solo necesita verdad.

En un mundo donde las figuras públicas están presionadas a gritar, exagerar y explotar para mantenerse vigentes, César Costa hizo lo impensable: callar.

Ser amable.

Ser fiel.

Y aún así, mantenerse inmortal.

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Porque al final, como él mismo dijo: “No se trata de parecer joven, sino de no traicionarte nunca”.

Y tal vez por eso, cuando finalmente habló, el mundo escuchó.

Porque hay silencios que valen más que mil titulares.

Porque hay confesiones que no hacen ruido…pero dejan cicatrices.

Y porque César Costa, con su serenidad y su alma intacta, nos recordó que la verdadera rebeldía está en ser tú mismo cuando todos esperan otra cosa.

Ahora que ha roto su silencio, el eco resuena más fuerte que cualquier aplauso.

Porque no era solo el ídolo de una época.

Era —y es— el espejo de quienes no necesitan gritar para cambiar el mundo.

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